Tal era la prisa que las cabelleras se alborotaron. Las veredas se volvieron más angostas a la percepción del palpitar acelerado. La gente brotó como alcachofa por sobre el adoquín todavía tibio de la tarde. No hubo espacio sin movimiento: todo lo cubría una ola de vaivenes amontonados. Todo pasaba como una avalancha de simultaneidades: bocinas, voces, carteles, luces, sombras, nubes. Gritos, gritos, gritos. Hubo humo. Hubo humo y hubo gritos. Todo paró. Paró como no suele parar. Y de repente, dejamos de girar. Dejamos de respirar por unos segundos. Y los segundos se alargaron, se volvieron aire, se volvieron polvo, se volvieron en contra de nuestros sentidos y nos ahogamos. Después volvimos. Siempre volvemos.Y respiramos de nuevo.
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