Nos levantamos a eso de las once y empezamos con los turnos de baño. Agua caliente por dos: en la bañadera y en el termo. (Este viaje es de esos viajes donde el mate es un compañero más entre los integrantes del grupo. Viene a todos lados con nosotros y nuestros estómagos se adaptan al ritmo matero del interior (intenso, digamos)). Upa, me quedó un doble paréntesis, qué loco. Menos mal que esto es un blog y no hay reglas. Retomo: una vez bañados y mateados, preparamos un nuevo mate más e hicimos un itinerario completito: castillo de San Carlos, Costanera, playita, casa de pichi, casa de coco, y a la noche volvimos para lo de fefo. Las chicas cocinamos (cocinaron, en verdad) y comimos en una mesa invernal: llena de platos humeantes. Pasamos por el súper "Modelo" y por la estación de servicio en busca de provisiones. También fuimos en grupete a una juguetería para comprar regalito a Felipe, el hijo de un amigo de los chicos. Compramos ladrillos y autitos. Todos contentos. Unos ratos más tarde, la casa de fefo se convertiría en la casa del pueblo. Estábamos todos al ritmo de la cumbia concordiense, algunos con labios moraditos, otros con bastante sueño, pero todos superamos nuestros avatares y salimos a bailar. Sí, a bailar. Quisimos, efectivamente, ir a un boliche. La experiencia no tardó en recordarme por qué nunca voy a boliches. Y menos en invierno. Pero bueno, más allá del frío, la cola para entrar y pequeños episodios dentro de "My Way", logramos nuestro objetivo: interiorizarnos un poco en la noche de los pagos. Cuando salimos, había una niebla del demonio. Un cielo de esos que recuerda a película yanqui donde todos se mueren, salvo uno. Volvimos rapidito, calentamos mucha y múltiple comida en el microondas y nos quedamos fritos. Chin pum.
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