Sea como fuere, de no existir, todos tendríamos más desarrollada nuestra capacidad artística para la pintura. Nos retrataríamos unos a otros. Lo haríamos de forma frenética y compulsiva: a la mañana, antes de salir al trabajo; después de comer, para ver si nos quedó comida entre los dientes; al levantarnos de la siesta, así sabemos cuán despeinados andamos. Consecuencias inmediatas: grandes gastos en óleo, calambres sistemáticos de muñecas, inestabilidad laboral debida a la constante disponibilidad necesaria para el retrato.
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