Nos subimos al bondi saliendo todas apuradas de nuestros trabajos y llegando, entre lloviznas y tránsito, a la terminal de ómnibus. Ni bien subimos al coche cama (nivel!), se oyó rumor de gente que decía que el micro demoraba siempre más de lo que decía que demoraba. Ok. Nosotras, as always, viajamos preparadas para todo terreno: tupper repleto de brownies caseros, pack de madalenas con dulce de leche e infinitud de golosinas. El mate, así pues, tardó en aparecer lo que dura la puesta del sol (poco, muy poco). Mate mediante y panza llena, nuestros corazones atardecieron contentos viajando, una vez más, por rutas argentinas. Dormimos, charlamos, escuchamos música, pensamos, volvimos a charlar, seguimos comiendo y cuando miramos por la ventana recién estábamos por la localidad de Pilar. Ok. La cuestión fue que varias horas después, arribábamos a la capital nacional del citrus, la ciudad más grande del Río Uruguay. Fefo nos estaba esperando, un tanto escarchado, desde hacía unos momentos. Me propuse- un tanto imponente- a manejar el auto, y nos conduje hacia la calle 9 de julio, donde nos alojaba, desde antes de abrir sus puertas, una casa de techos altos y portón antiguo de madera. Simplemente, genial. Silvia, la mamá de Fefo, nos había comprado empanadas y tartas; la heladera estaba completita, e incluso una sorpresa aguardaba en el freezer: un tiramisú caserito. Mejor no nos podía ir. Comimos y paseamos en coche, recorriendo algunos lugares típicos, yendo de la mano de nuestro guía turístico que tanto parecía disfrutar de su rol. La primera noche se fue asírecordando películas románticas y escenas inolvidables del cine, todos cerquita de la estufa, ansiosos por explorar el nuevo suelo. Hasta mañana.
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