Su pelo despeinado no significaba vacaciones, sino vida. Su vida era una vida despeinada. Su libretita lo acompañaba en cada bar, no así su lapicera; tenía el tic innato de perderlas todas. Pedía lápiz o en su defecto una pluma. Salía de los bares ofuscado, nunca le venía a la cabeza la idea que quería en el momento indicado. Siempre llegaba la idea, pero tarde. En la cama, por dormir, o durante el baño de inmersión. Decidió entonces desparramar lápices y plumas por toda su casa. Como vivía en un departamento de dos ambientes no fue mayor problema; se las rebuscó. Pero aquel sistema dejó de funcionar un día, cuando se dio cuenta de que era la imposibilidad de escribir la que le producía el efecto escritural. El no tener las herramientas multiplicaba sus ideas, empapaba de nuevos conceptos su cabeza apelotonada. Ese instante iluminador llegaba justamente por no haber instrumentos gráficos al alcance de la mano. Entonces entendió todo: debía empezar terapia.
En su cumpleaños un amigo, sin conocer todo el ensanchamiento de su neurosis, le regaló una lapicera de pluma. Él se enojó y le dijo que se fuera inmediatamente de su departamento, consternado.
1 comentario:
Groso. Muy buen cuento. Muy rápido, lindo. Me gustan las letras que me piden que lea rápido porque dá para hacerlo.
Me inspiran cierta confianza.
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