Se asomó y miró un ratito. Había sol. Había sol y había nubes densas. Había sol, nubes densas y viento fresco. Fresco pero no frío. Nubes densas pero no grises. De las blancas pomposas, achicladas, gomosas, brumosas, pochoclas, almohadón de algodón con avena, dentífrico espeso con licor de chocolate blanco, bombón de azúcar con helado de crema.
Había ventisca- amaba esa palabra- y había frescura en el ambiente, plenitud de temperatura, había estabilidad hipotérmica, justura ambiental, rectitud entre los polos.
Sacó un pie entre el marco y la nada. Era un primer piso bajito pero igual era alto para su pie. No tocaba la tierra, no tocaba ninguna otra superficie más que el aire. Se sentía un poco como una nube y un poco como una naba, dejando el pie colgando desde un primer piso bajito. Se sintió más naba que nube, pero a la vez un despojo de estar-en-lo-cierto asomaba en ella.
¿Cómo estar en lo cierto cuando uno saca un pie por la ventana de un primer piso bajito? podrán preguntarse los lectores. Claro, es ahí donde radica el punto focal de esta historia chiquita. Lo importante no era el balcón, no era la mañana, no era el clima, no era el primer piso ni el pie. Lo importante era estar bien.
Sacar un pie un martes por la mañana desde un balcón de un primer piso bajito fue en ese momento más satisfactorio que muchos actos fugaces de amor, más que ráfagas de caricias en las manos, más que manchar una pared con pintura amarilla, verde y roja, más que dar un beso, más que armar la casa de las muñecas, más que jugar con bombuchas en enero y más que despertarse al lado de una caja con olorcito a zapatos nuevos.
No le importó ser naba, le importó sentir que algo estaba bien en eso que estaba haciendo.
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