Los primeros cuatro días de viaje hubo un sol maravilloso. La pedrera es un lugar con un dejo hippie-chic. Ojo, quizás es completamente cheto, pero al tener bidones de agua con una velita adentro, no puedo descartar el componente rústico de todo lo hippie. En la pedrera no había mucha gente ni había poca. Había, pero estaba esparcida de tal manera que no molestaba. Así también pasaba en la playa: éramos pocos y muchos a la vez pero nadie se daba bola con nadie.
Durante cuatro días fuimos a la misma playa y el último día descubrimos que pegando la vueltita por la esquina, se abría toda una nueva zona de la pedrera con la gente joven. Nuestra playa era la de las familias, los perros y el tejo. En la otra había surfers, birra y pelota paleta. La verdad, no sé bien cuál me identifica más, por eso no me dio bronca encontrarla cuando ya era demasiado tarde.
No sólo conservamos la misma playa por cuatro días, sino que cada noche fuimos a sentarnos al mismo banco con la misma cerveza y el mismo paquete de papas fritas a contemplar el mar. Tanto critiqué a mis mayores por creerlos conservadores en la repetición rutinaria y allá me vi siendo todo lo que alguna vez protesté. (Suele pasar, ¿no?). Vimos estrellas fugaces y murciélagos y javi me explicó "de nuevo" dónde estaba el cinturón de Orión y cómo tenía que mirarlo. (Él dice que en Bahía ya me lo había contado; no me acuerdo, pero debe ser verdad. Probablemente estaba nerviosa cuando me hablaba porque gustaba de él y todavía no nos habíamos dado un beso).
Otro momento clave del día era llegar a la carpa, antes de dormir: yo encendía la linter-bincha e iluminaba el techo durante varios minutos en busca de mis enemigos, los mosquitos. Quería matarlos a todos antes de dormir porque sabía que sino me iban a picar a mí toda la noche. Bueno, no hace faltar ahondar. Los que leen el blog saben de mi obsesión con los mosquitos, no hay vuelta que darle. Tenían que morir.
Javi tenía razón: era un embole atómico pasar treinta minutos por noche matando mosquitos, pero no pude con mi genio y lo seguí haciendo durante todo el viaje. En Valizas un día me desperté a las 3. AM y empecé a darle a las paredes con una chancleta. No creo pero quizás algún día este llegue a ser un tema de terapia.
El momento del baño era espectacular porque la ducha salía caliente y fuerte y pasaban los románticos de la 100.
De a poco fuimos entrando en ese ritmo relajado de vacaciones que deja al cuerpo enérgico y cansado al mismo tiempo, nos fuimos acostumbrando a despertarnos y dormirnos con el olor a leña, fuimos estando más sucios, más de campamento, más carpa y más árbol.
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