Después de la paz de Santa Teresa pasamos al quilombo de Punta del Diablo. El lugar es divino, pero quise matar al de la camionetita del boliche que pasaba con "Delicia, delicia, voce a mi me mata, ai se eu te pego ai ai". AY.
La cuestión es que conseguimos una casita rodante a una cuadra del centro. Un vagón de madera todo pintado de verde, que no era de verdad ni vagón ni rodante, pero simulaba ser algo sobre ruedas y era preciosa. Rústica, pequeña, de color, como casi todo en Punta del Diablo. Y sumado a la alegría del hogar confortable, manchita, la perra de los dueños, venía a hacer compañía. El pueblo estaba divino y el clima espectacular pero (creo) que los últimos dos días del viaje casi nunca son los mejores. A mí al menos me agarra toda esa bola de caca de pensar en volver, la ciudad, los ruidos, el temblor de Buenos Aires. Me pongo como de un sutil mal humor que siempre combato internamente para intentar no demostrar. (Nunca me sale. Nunca combato. No sé).
No me arriesgaría a decir que fue por eso (sino por los mariscos, la cerveza en cantidad y las chucherías de cada día) pero a J. le agarraron vómitos y a J. le agarró descompostura (preservo identidades).
El último día viajamos mucho, todo el trayecto de vuelta, y dormimos en un HOTEL en Colonia. Qué lindo es Colonia. Lo supe a los ocho años pero me lo olvidé. Y ahora volví a entender: flores, río, adoquín, casita corta, velita, gaviota. Me encantó. Y dormir en un hotel tiene su rico sabor burgués. La recepcionista nos pidió disculpas porque sólo le quedaban habitaciones con vista al patio interior.
Pobre, ella no entiende. Veníamos de comer con hormigas y dormir húmedos.
Un lindo final para un lindo viajecito.
Qué lindo, Uruguay.
No hay comentarios:
Publicar un comentario