El domingo 15 empezamos a saborear el viaje desde la noche anterior: tres capítulos de mad men, algún fernet lleno de hielo y la lista de las pequeñas cosas faltantes y a dormir que mañana sale el barco.
El lunes hicimos los trámites típicos pre-viaje: galletitas, chicles, tuppers (qué bueno es ir a Colombraro), abre-latas y sandwiches de milanesa. Salimos, enmochilados, salimos de vacaciones desde paternal directo a Colonia. Me encantaría decir que las vacaciones empezaron perfecto, pero no puedo por un simple motivo: javier me hizo chinchón en el primerísimo partido de toda la travesía. Chinchón: todas las espadas en abanico, frente a mis narices, ya para esa altura, desoladas. En fin. Fuera de eso, el clima, el entusiasmo y los sandwiches de milanesa fueron todos a nuestro favor. El barco ni se movió y llegó más rápido que un termo de mate.
Después de barco a colonia, micro a montevideo y micrito a la pedrera, llegamos. Era de noche y en vez de alsfalto había arena. Caminamos a tientas mientras un perro amigo nos guiaba al camping más cercano.
Nadie en la garita, bueno ya fue, pasemos.
Hicimos carpa y como pudimos proyectar el calor que iba a empezar a hacer unos instantes después, la decisión fue rotunda: a la playa. No había nadie, salvo dos focas muertas. El paisaje fue espectacular (salvando las focas, pobres).
Un desierto blanco de mar azul, con cascaritas de arena que no volaban porque a esa hora ni viento había. Todos dormían, inclusive el viento.
La municipalidad llegó un ratito después y se llevó a las focas, dejando dos agujeros que marcaban su presencia. Lo bueno de la arena es que cambia y cambia y cambia, así que los pozos de la muerte se fueron deshaciendo con el día.
Algo que siempre me puso de buen humor (muy buen humor) es cuando el cielo está limpio, despejado por completo, sin un atisbo de nubes, todo celeste, todo liso: es como una promesa de la naturaleza, una invitación al bienestar absoluto. Estás en la playa, te comés un choclo y encima SABÉS que no va a llover.
Almuerzo: fruta y chicitos, con mate.
Ya el primer día se me hincharon los ojos como dos manzanas coloradas. Es una característica mía de los viajes: se me irritan a todo rojor.
El día pasó a puro sol y música, libros, escobas del 15 en la playa.
A la noche no faltó la cerveza helada. La tomamos en un banco-mirador enfrente del mar y de la luna. Las estrellas eran miles y contamos cuántos segundos tardaba el faro en dar la vuelta. (Drexler tenía razón: 12).
Aprendí dos cosas muy lindas: que el agua que llega a la orilla es siempre la misma y que para contar los segundos cuando no tenés reloj hay que decir "1001, 1002, 1003, etc".
Cena: ravioles y milanesa. A dormir, por hoy.
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