sábado, 6 de noviembre de 2010

Plan maestro.

Que dale, sí, que nos vemos ocho y media en la puerta del bar. Sí, en Paraguay y Scalabrini. -Ah, ¿sos de esos? Bueno, entonces dale. Nos encontramos a las ocho y media en la esquina de Paraguay y Canning, ¿ahora sí? Es que tenés que poder adaptarte a la nueva terminología, entendés capo, digo yo haciéndome la capa- (quedando,   claro está, como una reverenda pelotuda). Que no, que no pienso llevar minifalda, qué sos vos, qué te pensás, eh vo' loco. Nos reímos un poco pero con esa risa incómoda a la que expone cualquier tipo de diálogo celular. El mío en particular, tremendo zapatófono, abre grietas de incomunicación permanente.
Nos reímos, o creo yo que nos reímos; yo me estaba riendo, eso seguro. Quizás él tosía o hacía ruiditos imperceptibles, ni idea. Pero la cuestión es que ya me había empezado a doler la panza de los nervios y todavía no había pasado el peor de los momentos: el viaje en colectivo desde mi casa hasta el lugar del encuentro. Ese trayecto- y cuando digo ese digo cada uno de los trayectos pre-cita de la existencia de mi vida- es la exposición por antonomasia a la transpiración y a la histeria absoluta. Lo controlo un poco escuchando a Kevin Johansen en mi aparatito plateado, pero esa es sólo una estrategia de calma parcial: mi cara dice paz pero mi ritmo cardíaco dice guerra. Tarareo unos versos de no tenés ni idea, no tenés ni idea, y mientras canto, me voy imaginando el momento del saludo. Siempre practico sola el "hola" del principio. El hola que abre, mejor dicho, que puede abrir, los próximos holas del resto de nuestras vidas.
(Sí, así es mi cabeza, no hay con qué darle).
Siento que tiene que ser seductor y a la vez espontáneo y nada  estructurado. Una vez, me acuerdo, me salió exactamente como me lo había imaginado. Me quedé tan contenta con ese saludo, con mi voz, con mi respiración relajada, que al pibe no le di ni pelota, y fue la peor cita de mi vida. Todo por un hola de mierda.
Entre Kevin y un poquito de "Los románticos de la 100", llegué en dos patadas al bar, casi sin practicar mi hola. Mejor así, pensé, que sea lo que sea.
Pedir o no pedir café, esa es la cuestión. Digo, antes de que él llegue. Porque no pedir es como más servicial y cordial, pero pedir es independiente y fuerte. No sé qué soy, cuál de las dos. No sé, peor, cuál de las dos quiero ser. No sé nada.
Espero, decido esperar. Acerco el diario de la mesa de al lado, que está vacía. Lo robo, siento que lo estoy robando, lo despego rápido y me lo traigo cerquita, como si nunca hubiese estado en la otra mesa.
Viene el mozo, le digo que voy a esperar un poquito, que soy toda una caballera. El tipo me mira mal y se aleja, con una expresión de que no le rompa las pelotas. Yo igual estoy conforme con mi decisión, aunque buscaba en el mozo un poco de complicidad para este momento terriblemente angustioso que es la espera.
¿Por qué me hace esperar? ¿Por qué no llega él primero? ¿Qué, acaso no estaba lo suficientemente ansioso para salir con la anticipación adecuada? Pf. Insoportable, insoportable (yo).
Cada minuto dura quince minutos en el bar. En el bar sin él, claro.
Leí espectáculos, rapidito, y después agarré la sección de política, para hacerme la interesante. Siempre hago como que la hojeo, y esta vez no fue la excepción: me detuve en alguna de las páginas, estratégica, como para que cuando él llegue yo fuera una chica bien, una chica que lee cosas bien.
Llegó. Justo acorde con mi plan.
-Qué leés.
-Nada, me estaba haciendo un rato la linda.