La luna bajaba por la ventana como
presencia fantasmal de primavera.
Un verde sabor recorría su boca
pastosa, pendiente de la saliva
y del color de los muebles de la sala.
Nada iba a detener aquella pulsión,
el instinto más primitivo del cuerpo
que se salía del propio cuerpo para pasar a ser
otra cosa distinta de sí misma.
Nada iba a detener aquellas manos agitándose
hacia una nebulosa de viento y sopor.
La noche entraba y la luna
reflejaba en la ventana un cuadro de Klimt.
(el beso).
Ella no subió a la terraza ni bajó del balcón.
Así como estaba se quedó inmóvil
contemplando su propia sombra
que se iba alejando lentamente.
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