Era una casita azul.
Con un ratón adentro
con trompa de elefante
y cola de renacuajo.
Le sacó una foto,
el flash se expandió en su melena
de gatopardo ondulante
invadiendo de rayos ultravioletas
el espacio infrarrojo estelar.
Porque nosotros -ratones- vemos
entre el ultravioleta
y el infrarrojo
y nos perdemos todo lo que está en el medio
y a sus costados, respectivamente.
Cuando llegó el Barroco todo cambió.
Su pared ya no fue blanca;
sus muros se abarrotaron de afiches coloridos
y telas de acuarela pintadas de amarillo.
Mucho miedo le tenía al espacio vacío,
porque el color blanco
como una pared, un silencio, una oscuridad,
hacía pensar demasiado en
¡cuánto blanco, cuánto silencio, cuán poca luz!
y tantos tantos tantos pensamientos
seguían su curso incesante bien adentro.
El blanco lo hacía pensar en el amor
y en sus variantes,
no siempre tan elegantes.
Y ahí fue cuando se dijo a sí mismo
que nada existe, hasta que se inventa
y allí empieza a existir en la misma constitución
del acto por el acto mismo,
como el lenguaje y todo lo que encierra,
propone, delinea, encarcela, escupe, protege.
Cada concepto sucedía en el acto mismo
de ser concepto teórico
y los científicos ratones de la casita azul
comprobaban empíricamente
que las acuarelas no se secaran,
porque las cosas, en la casita,
no pasaban hasta que pasaban.