-Vestite.
La miró con aires de despido. Le guardó el corpiño en la cartera y dejó sobre la cama
un billete de diez pesos para el taxi.
-Te va a alcanzar.
Ella no le sostenía la mirada. Seguía fijamente los movimientos del gato;
su flequillo volaba con la brisa que subía por las cortinas abiertas.
Quería desaparecer. Quería haber desaparecido de todos
y sobre todo de ella. Quería salir volando por las cortinas o saltar por la ventana como un gato.
En ese momento, no quería ser mujer, no quería ser linda,
no quería estar en una habitación cargada de tanta oscuridad y pena.
-¿Es tuyo el gato?
-Sí, se llama pochoclo. Le puso así mi vieja.
Ahora vestite y andate, dale, mañana laburo temprano.
-Me quedo y te hago el desayuno. No me hagas irme así.
-Me estoy poniendo nervioso. Por favor, te lo pido de buena manera, vestite y andate ahora
antes de que te meta de las mechas en un taxi.
No llegó muy lejos cuando él la alcanzó bruscamente del brazo izquierdo.
-¿Por qué me hacés esto? Yo te trato bien, y vos me pagás con miraditas de desprecio. ¿Qué te creés que sos? ¿Una reina? ¿La princesa blancanieves?
Ella llorisqueaba sigilosamente. Sus lágrimas eran de miedo y de soledad.
El vestido parecía haberse achicado desde el día anterior. Las medias se habían corrido, el rimmel también. Ya no quedaban más que un par de ojeras pronunciadas sobre sus cachetes húmedos.
Se subió al primer taxi que alumbró la avenida.
Nunca más volvió a pisar ese departamento, ni esa calle, ni a usar ese vestido con flores, ni a ponerse rimmel en los ojos.
Un domingo de agosto lo vio subirse al mismo colectivo
y, sin dudar un segundo, bajó en Caballito y siguió caminando el resto del trayecto.