En BA uno no acostumbra a mirar a la naturaleza.
Y la naturaleza en general suele darnos la espalda, escabullirse entre los rascacielos y salir de nuestra vista.
Colombia tiene eso. Cangregos. Peces. Tucanes. Iguanas. Monos.
No hay más que abrir los ojos y ver cómo el mundo animal vive tan al lado nuestro como uno no creería.
En playa blanca (paraíso, paraíso) dormimos en carpa y toda la flora y fauna vivió con nosotros, dentro y fuera del refugio. Los cangrejos hacían su casita por debajo, los gallos cantaban por al lado, y los cachorros intentaban meterse por el frente. Basicamente no pudimos dormir, claro.
Pero la noché pasó y el amanecer nos deslumbró con arena de color dorado, y tantos colores adentro del agua transparente. La mañana es un gran momento, en cada lugar. Es el reflejo más puro, el menos contaminado del día.
Los horarios son locos: a veces uno se va a dormir a las nueve de la noche y amanece a eso de las seis de la mañana, con hambre y ganas de agua de coco y arepas.
Todas las frutas tropicales pasaron por el paladar, pero mi preferida es el mango.
Y finalmente llegamos a Cartagena. Yo quería llegar desde séptimo grado, cuando Alicia (mi maestra) nos dio como lectura obligatoria una novelita que transcurría acá.
La ciudad amurallada despierta interés, desafía los paisajes con sus muros, su casco histórico todo lleno de callecitas con adoquines, colores, rumbas y vendedores ambulantes.
En la playa hay más vendedores que gente (que compra). Nos ofrecieron relojes, anteojos de sol, joyas, chorizos, bebidas, pan, pareos, masajes, trenzas. No compramos nada, incluso nos indignamos un poco de tanto decir que no. Era un desfile constante de chucherías.
Pero sí hubo masaje: en el atardecer de playa blanca. Supongo que aunque sea cursi debo decir que fue completamente inolvidable. Y así de inolvidable las manos duras de la negra que me dejó los brazos doliendo y me hizo sonar la cabeza como una kung-fu dudosa.
¿La playa cansa de por sí, o yo estoy muy vaga? Los músculos están relajados, como que quieren caminar, dormir y comer, y así todo el tiempo.
El viaje da lugar a relajar la cabeza, y el cuerpo sería una extensión de la relajación, que no permite otro estado que la soltura de pies y piernas.
Igualmente, caminamos seis horas por día conociendo y degustando paisajes. Hay huecos, escondites, rincones, y de cada vértice se abre un nuevo barrio con nuevos vendedores ambulantes y sus cositas.
Mi mp4 (el nuevo, el lindo) lo traje sinsentido, después de las doce horas regulares de vallenato por día lo único que quiere la cabeza es silencio.
Silencio y el ruido de las olas rompiendo, y a dormir.
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