jueves, 27 de agosto de 2009
Esto es tener tiempo para divagar.
Me di cuenta de que
a los hombres les falta
como pieza distinguida
en el placard y la vestimenta
cotidiana de una mujer,
la remera manga tres cuarto.
Pobres.
martes, 25 de agosto de 2009
Evocando a Silvio Rodriguez.
Al final de este viaje solo empieza un camino,
otro buen camino...
Volver para empezar otra cosa, sí.
Pero volver siempre tiene su dulzura y su amargura, que son tan particulares como ellas solas.
El check in de la vuelta es menos gustoso que el de la ida, quién lo puede negar.
Es otro sabor, volver tiene su propia cadencia, su ritmo.
Yo hace dos días que doy brinco y brinco en la cama entre sueños, duermo sin profundidad, pero sueño locamente. Pasaron caras amigas e incluso pasaron caras que no conozco, pero supongo.
Estoy pensando en tantas cosas que siento que mi cabeza podría salir disparada en cualquier dirección, pero el corazón se acelera entre aviones y compromisos estudiantiles que me gustan y me dan ansiedad.
Volver.
Tranqui.
Respirar.
Tranqui.
otro buen camino...
Volver para empezar otra cosa, sí.
Pero volver siempre tiene su dulzura y su amargura, que son tan particulares como ellas solas.
El check in de la vuelta es menos gustoso que el de la ida, quién lo puede negar.
Es otro sabor, volver tiene su propia cadencia, su ritmo.
Yo hace dos días que doy brinco y brinco en la cama entre sueños, duermo sin profundidad, pero sueño locamente. Pasaron caras amigas e incluso pasaron caras que no conozco, pero supongo.
Estoy pensando en tantas cosas que siento que mi cabeza podría salir disparada en cualquier dirección, pero el corazón se acelera entre aviones y compromisos estudiantiles que me gustan y me dan ansiedad.
Volver.
Tranqui.
Respirar.
Tranqui.
domingo, 23 de agosto de 2009
Qué mierda.
Las ciudades en general, pero hablando indefectiblemente desde la capital Colombiana, dan miedo.
Te escupen, te tragan y te quieren vomitar.
Yo cuando las transito, me pregunto qué pasa?
Hay miedo. Hay pobreza. Hay gente pidiendo. Hay gente exigiendo. Hay gente que manda, que obliga, que mira de reojo y mira mal. Hay calles oscuras, avenidas de tránsito y ruido, hay basura, hay perros abandonados. Hay aires de falta, de poca cosa y de otras cosas que sobran al mismo tiempo. Y ese es el punto. El punto de inflexión: el choque de mundos, entre los que no meten la nariz en la basura y los que merodean en busca de una nueva vida, algo menos denigrante, salir del pozo, o zafar la noche, buscar un techo, una cobija, un cuerpo amigo que de calor.
Hay pobreza. Hay gente sin techo, sin casa, sin familia, sin rumbo.
Hay miseria, hay miradas de odio, de desprecio, de bronca, de ganas de morir y matar.
Hay bolsas de basura abiertas y gente que las abre para ver que no hay nada, no hay salida, no hay un hueso, no hay un carajo.
Hay asfalto, tierras calientes, hay papeles verdes, y hay papel higiénico.
Y sobre todo, hay ojos tristes. Miradas de infinita incertidumbre. De sentirse inutil, afuera, lejos, perdido, golpeado, sacado a la fuerza.
Y la tristeza del principio, genera impotencia y odio en el final.
Y la bola corre, y sigue corriendo, y las calles se multiplican, y sobran los ojos tristes.
Te escupen, te tragan y te quieren vomitar.
Yo cuando las transito, me pregunto qué pasa?
Hay miedo. Hay pobreza. Hay gente pidiendo. Hay gente exigiendo. Hay gente que manda, que obliga, que mira de reojo y mira mal. Hay calles oscuras, avenidas de tránsito y ruido, hay basura, hay perros abandonados. Hay aires de falta, de poca cosa y de otras cosas que sobran al mismo tiempo. Y ese es el punto. El punto de inflexión: el choque de mundos, entre los que no meten la nariz en la basura y los que merodean en busca de una nueva vida, algo menos denigrante, salir del pozo, o zafar la noche, buscar un techo, una cobija, un cuerpo amigo que de calor.
Hay pobreza. Hay gente sin techo, sin casa, sin familia, sin rumbo.
Hay miseria, hay miradas de odio, de desprecio, de bronca, de ganas de morir y matar.
Hay bolsas de basura abiertas y gente que las abre para ver que no hay nada, no hay salida, no hay un hueso, no hay un carajo.
Hay asfalto, tierras calientes, hay papeles verdes, y hay papel higiénico.
Y sobre todo, hay ojos tristes. Miradas de infinita incertidumbre. De sentirse inutil, afuera, lejos, perdido, golpeado, sacado a la fuerza.
Y la tristeza del principio, genera impotencia y odio en el final.
Y la bola corre, y sigue corriendo, y las calles se multiplican, y sobran los ojos tristes.
viernes, 21 de agosto de 2009
No entiendo.
Para el colombiano canta-autor,
el amor se basa en el desamor.
En las penas de olvido,
en el recuerdo de fragancias y besos de
una mujer piel café, una noche entre sábanas desarregladas,
la lluvia en la ventana y su pelo entre sus dedos.
Todo muy lindo.
Pero al final ella siempre termina
siendo una infiel en brazos de otro
que obviamente le da más placer.
el amor se basa en el desamor.
En las penas de olvido,
en el recuerdo de fragancias y besos de
una mujer piel café, una noche entre sábanas desarregladas,
la lluvia en la ventana y su pelo entre sus dedos.
Todo muy lindo.
Pero al final ella siempre termina
siendo una infiel en brazos de otro
que obviamente le da más placer.
lunes, 17 de agosto de 2009
Libre albedrío (chupate esta mandarina).
Una vida
lleva adentro
cientos de vidas.
Cada hombre decide
por los cielos
que quiere transitar.
lleva adentro
cientos de vidas.
Cada hombre decide
por los cielos
que quiere transitar.
sábado, 15 de agosto de 2009
Tomarse un momento.
En BA uno no acostumbra a mirar a la naturaleza.
Y la naturaleza en general suele darnos la espalda, escabullirse entre los rascacielos y salir de nuestra vista.
Colombia tiene eso. Cangregos. Peces. Tucanes. Iguanas. Monos.
No hay más que abrir los ojos y ver cómo el mundo animal vive tan al lado nuestro como uno no creería.
En playa blanca (paraíso, paraíso) dormimos en carpa y toda la flora y fauna vivió con nosotros, dentro y fuera del refugio. Los cangrejos hacían su casita por debajo, los gallos cantaban por al lado, y los cachorros intentaban meterse por el frente. Basicamente no pudimos dormir, claro.
Pero la noché pasó y el amanecer nos deslumbró con arena de color dorado, y tantos colores adentro del agua transparente. La mañana es un gran momento, en cada lugar. Es el reflejo más puro, el menos contaminado del día.
Los horarios son locos: a veces uno se va a dormir a las nueve de la noche y amanece a eso de las seis de la mañana, con hambre y ganas de agua de coco y arepas.
Todas las frutas tropicales pasaron por el paladar, pero mi preferida es el mango.
Y finalmente llegamos a Cartagena. Yo quería llegar desde séptimo grado, cuando Alicia (mi maestra) nos dio como lectura obligatoria una novelita que transcurría acá.
La ciudad amurallada despierta interés, desafía los paisajes con sus muros, su casco histórico todo lleno de callecitas con adoquines, colores, rumbas y vendedores ambulantes.
En la playa hay más vendedores que gente (que compra). Nos ofrecieron relojes, anteojos de sol, joyas, chorizos, bebidas, pan, pareos, masajes, trenzas. No compramos nada, incluso nos indignamos un poco de tanto decir que no. Era un desfile constante de chucherías.
Pero sí hubo masaje: en el atardecer de playa blanca. Supongo que aunque sea cursi debo decir que fue completamente inolvidable. Y así de inolvidable las manos duras de la negra que me dejó los brazos doliendo y me hizo sonar la cabeza como una kung-fu dudosa.
¿La playa cansa de por sí, o yo estoy muy vaga? Los músculos están relajados, como que quieren caminar, dormir y comer, y así todo el tiempo.
El viaje da lugar a relajar la cabeza, y el cuerpo sería una extensión de la relajación, que no permite otro estado que la soltura de pies y piernas.
Igualmente, caminamos seis horas por día conociendo y degustando paisajes. Hay huecos, escondites, rincones, y de cada vértice se abre un nuevo barrio con nuevos vendedores ambulantes y sus cositas.
Mi mp4 (el nuevo, el lindo) lo traje sinsentido, después de las doce horas regulares de vallenato por día lo único que quiere la cabeza es silencio.
Silencio y el ruido de las olas rompiendo, y a dormir.
Y la naturaleza en general suele darnos la espalda, escabullirse entre los rascacielos y salir de nuestra vista.
Colombia tiene eso. Cangregos. Peces. Tucanes. Iguanas. Monos.
No hay más que abrir los ojos y ver cómo el mundo animal vive tan al lado nuestro como uno no creería.
En playa blanca (paraíso, paraíso) dormimos en carpa y toda la flora y fauna vivió con nosotros, dentro y fuera del refugio. Los cangrejos hacían su casita por debajo, los gallos cantaban por al lado, y los cachorros intentaban meterse por el frente. Basicamente no pudimos dormir, claro.
Pero la noché pasó y el amanecer nos deslumbró con arena de color dorado, y tantos colores adentro del agua transparente. La mañana es un gran momento, en cada lugar. Es el reflejo más puro, el menos contaminado del día.
Los horarios son locos: a veces uno se va a dormir a las nueve de la noche y amanece a eso de las seis de la mañana, con hambre y ganas de agua de coco y arepas.
Todas las frutas tropicales pasaron por el paladar, pero mi preferida es el mango.
Y finalmente llegamos a Cartagena. Yo quería llegar desde séptimo grado, cuando Alicia (mi maestra) nos dio como lectura obligatoria una novelita que transcurría acá.
La ciudad amurallada despierta interés, desafía los paisajes con sus muros, su casco histórico todo lleno de callecitas con adoquines, colores, rumbas y vendedores ambulantes.
En la playa hay más vendedores que gente (que compra). Nos ofrecieron relojes, anteojos de sol, joyas, chorizos, bebidas, pan, pareos, masajes, trenzas. No compramos nada, incluso nos indignamos un poco de tanto decir que no. Era un desfile constante de chucherías.
Pero sí hubo masaje: en el atardecer de playa blanca. Supongo que aunque sea cursi debo decir que fue completamente inolvidable. Y así de inolvidable las manos duras de la negra que me dejó los brazos doliendo y me hizo sonar la cabeza como una kung-fu dudosa.
¿La playa cansa de por sí, o yo estoy muy vaga? Los músculos están relajados, como que quieren caminar, dormir y comer, y así todo el tiempo.
El viaje da lugar a relajar la cabeza, y el cuerpo sería una extensión de la relajación, que no permite otro estado que la soltura de pies y piernas.
Igualmente, caminamos seis horas por día conociendo y degustando paisajes. Hay huecos, escondites, rincones, y de cada vértice se abre un nuevo barrio con nuevos vendedores ambulantes y sus cositas.
Mi mp4 (el nuevo, el lindo) lo traje sinsentido, después de las doce horas regulares de vallenato por día lo único que quiere la cabeza es silencio.
Silencio y el ruido de las olas rompiendo, y a dormir.
domingo, 9 de agosto de 2009
A la orden.
Uno siempre tiene más de dos opciones para todo. Y yo siento hoy que tengo infinitas opciones de cómo contar este viaje. Puedo empezar de mil maneras distintas y darle tantos finales diferentes, así que voy a elegir el no-camino, contar espontáneamente lo que se me viene a la mente sobre estas dos semanas colombianas.
Estoy en la mitad del viaje, y aproximadamente en la mitad del recorrido.
Todo me gusta, todo. No hubo lugarcito que no marcara su propio sabor en nosotros.
Cada pueblo es diferente, tiene su estilo. Costeños, paisas, cachacos.
Pero eso sí: todos escuchan el mismo vallenato. ("ay te dejé te dejé te dejé te dejé te dejé por mala, por loca..."). Los taxistas escuchan el estéreo a todo lo que da todo el día, y es por eso que después del segundo taxi que tomamos, la decisiòn fue tratar de ir en bus a todos lados.
La protagonista de mi libro (¡Qué viva la música!, de Caicedo, autor colombiano por excelencia) me diría que no me queje, que la música se debe escuchar fuerte y sin chistar.
Todo es música.
Todos bailan.
Bailan a cualquier hora del día, en la costa, claro. Bogotá es distinto a la playa. Allá se ven montañas, bolichitos, mucha moto y mucho auto y cuánto taxi (el color predominante de la ciudad es el amarillo, lejos) y allá también se distingue entre días de semana y fin de semana.
Taganga, Tayrona, Santa Marta...todo es rumba, constantemente. La gente hace las cosas de buen humor, hecho que nuestro ojo y espíritu porteño, apurado, gruñón y crítico, no puede aprehender. En las situaciones más incómodas, como ser un bus repleto de gente a hora pico, una calle cortada y mucho tráfico, un corte de luz que nos deja a todos sin cocina y sin comida, acá se ríe y se sonríe. Y si estás con cara de mufa, te cargan. Se burlan de tu malhumor.
A mi las colombianas me tienen ternura porque me pongo colorada, por el sol.
Eso les llama la atención y más de una se me acercó a preguntarme si estaba bien.
Acá en vez de hola se dice " a la orden", en señal de servicialidad y ganas de vender cualquier cosa, pero incluso cuando no hay nada que vender, hay una suerte de cortesía caribeña.
Las lluvias cuando son, son fuertes. De esas que caen sapos del cielo, y un rato después es como si no hubiera pasado nada.
Desde hace dos semanas convivo con cabritos de todos los estilos (y qué lindos son!).
Hay peces en el agua, y nunca pensé que iba a verlos en tantas playas distintas.
Incluso pude ver el agua viva que me picó, sí, fui picada por primera vez. Ardió, pero pasó. Y se me fue un poco el miedo mítico sobre lo que no se sabe, y se teme.
Cada hostel es una aventura, así como cada desayuno. Nunca se sabe cómo serán las camas, la luz, las tostadas, el hinodoro (¿tendrá tapete o tendré que hacer parada?), y así las cosas.
Cada pasaje de micro genera una nueva expectativa del porvenir.
Y el porvenir siempre es lindo hasta ahora. Salvo Rihoacha, una ciudad de paso de la que salen micros hacia el norte del país, que tiene olor a queso rancio (enterita la city) y mucha sensación flotante de inseguridad (nos miraban mal, por lo que automáticamente decidimos quedarnos adentro del hotel mirando la tele las horitas que estuvimos por estas tierras oscuras).
Hay que mantener un ojo pispireta, calmo pero atento, de noche sobre todo. Y listo, no hacerse mala sangre, pero cuidarse un poquito.
Me di cuenta de que exageré completamente con la cantidad de bombachas que traje- ya me lo habían advertido- y las medias son un sinsentido en este viaje, salvo para los trayectos en micros de línea, en los que siempre, sin falta, hace un frío de la reputa.
Me estoy llenando los ojos de imágenes muy interesantes y únicas.
Cangrejos de los colores de la bandera colombiana (impactante), iguanas que caen del techo directo a la cabeza de uno, maratones de vallenato de día y noche, lunas naranjas sobre el mar, mares transparentes entre montañas y palmeras.
Las hamacas paraguayas son tan mágicas como uno se imagina. Y más. Y la papaya y el mango hacen muy bien al espíritu, yo creo que son frutas celestiales.
Como siempre, las iglesias predominan por doquier. Hay pulseras comerciales con la frase: "a mi me cuida Jesús, ¿y a usted?"
Estoy en la mitad del viaje, y aproximadamente en la mitad del recorrido.
Todo me gusta, todo. No hubo lugarcito que no marcara su propio sabor en nosotros.
Cada pueblo es diferente, tiene su estilo. Costeños, paisas, cachacos.
Pero eso sí: todos escuchan el mismo vallenato. ("ay te dejé te dejé te dejé te dejé te dejé por mala, por loca..."). Los taxistas escuchan el estéreo a todo lo que da todo el día, y es por eso que después del segundo taxi que tomamos, la decisiòn fue tratar de ir en bus a todos lados.
La protagonista de mi libro (¡Qué viva la música!, de Caicedo, autor colombiano por excelencia) me diría que no me queje, que la música se debe escuchar fuerte y sin chistar.
Todo es música.
Todos bailan.
Bailan a cualquier hora del día, en la costa, claro. Bogotá es distinto a la playa. Allá se ven montañas, bolichitos, mucha moto y mucho auto y cuánto taxi (el color predominante de la ciudad es el amarillo, lejos) y allá también se distingue entre días de semana y fin de semana.
Taganga, Tayrona, Santa Marta...todo es rumba, constantemente. La gente hace las cosas de buen humor, hecho que nuestro ojo y espíritu porteño, apurado, gruñón y crítico, no puede aprehender. En las situaciones más incómodas, como ser un bus repleto de gente a hora pico, una calle cortada y mucho tráfico, un corte de luz que nos deja a todos sin cocina y sin comida, acá se ríe y se sonríe. Y si estás con cara de mufa, te cargan. Se burlan de tu malhumor.
A mi las colombianas me tienen ternura porque me pongo colorada, por el sol.
Eso les llama la atención y más de una se me acercó a preguntarme si estaba bien.
Acá en vez de hola se dice " a la orden", en señal de servicialidad y ganas de vender cualquier cosa, pero incluso cuando no hay nada que vender, hay una suerte de cortesía caribeña.
Las lluvias cuando son, son fuertes. De esas que caen sapos del cielo, y un rato después es como si no hubiera pasado nada.
Desde hace dos semanas convivo con cabritos de todos los estilos (y qué lindos son!).
Hay peces en el agua, y nunca pensé que iba a verlos en tantas playas distintas.
Incluso pude ver el agua viva que me picó, sí, fui picada por primera vez. Ardió, pero pasó. Y se me fue un poco el miedo mítico sobre lo que no se sabe, y se teme.
Cada hostel es una aventura, así como cada desayuno. Nunca se sabe cómo serán las camas, la luz, las tostadas, el hinodoro (¿tendrá tapete o tendré que hacer parada?), y así las cosas.
Cada pasaje de micro genera una nueva expectativa del porvenir.
Y el porvenir siempre es lindo hasta ahora. Salvo Rihoacha, una ciudad de paso de la que salen micros hacia el norte del país, que tiene olor a queso rancio (enterita la city) y mucha sensación flotante de inseguridad (nos miraban mal, por lo que automáticamente decidimos quedarnos adentro del hotel mirando la tele las horitas que estuvimos por estas tierras oscuras).
Hay que mantener un ojo pispireta, calmo pero atento, de noche sobre todo. Y listo, no hacerse mala sangre, pero cuidarse un poquito.
Me di cuenta de que exageré completamente con la cantidad de bombachas que traje- ya me lo habían advertido- y las medias son un sinsentido en este viaje, salvo para los trayectos en micros de línea, en los que siempre, sin falta, hace un frío de la reputa.
Me estoy llenando los ojos de imágenes muy interesantes y únicas.
Cangrejos de los colores de la bandera colombiana (impactante), iguanas que caen del techo directo a la cabeza de uno, maratones de vallenato de día y noche, lunas naranjas sobre el mar, mares transparentes entre montañas y palmeras.
Las hamacas paraguayas son tan mágicas como uno se imagina. Y más. Y la papaya y el mango hacen muy bien al espíritu, yo creo que son frutas celestiales.
Como siempre, las iglesias predominan por doquier. Hay pulseras comerciales con la frase: "a mi me cuida Jesús, ¿y a usted?"
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