Bruselas:
Amsterdam:
Mientras que Venecia está quieta, como una pintura exquisita, Amsterdam se mueve a lo loco.
Venecia es una monja y Amsterdam es re puta. La podés tocar toda y se la percibe mimosa.
Las comparo porque me sorprendió el parecido: tantos canales de aguas románticas parten ambas ciudades y las vuelven especiales, de película, soñadas. Pero Venecia es un sueño de miradas y Amsterdam uno táctil.
Bicicletas voladoras intentan, realmente tratan furiosamente de matarte unas cuantas veces al día y hay que tener cuidado porque el peatón no tiene ninguna prioridad en el asunto de vivir y seguir con vida. El hecho de que haya tanta cantidad de bicicletas y tan poca de autos es un logro ciudadano: fue el pueblo el que se manifestó para que Amsterdam sea un lugar libre de motores y tráfico. Ahora bien, no saben lo molesto que es el ruido de las bocinas de los bicicleteros. Las tocan en todo momento, para todo, porque sí, siempre. Y no frenan. Literalmente, si escuchás una bocina, tenés que SALTAR al costado, porque sino, chin pum.
El holandés suena a chino básico, pero no importa porque nadie habla demasiado: están todos muy drogados.
Estamos recorriendo una parte del mundo donde todo se derrumbó y desapareció con la guerra y la vida es una reconstrucción de lo que era la vida antes de tanta muerte. Todo se parece a antes pero tiene sabor a nuevo.
Y ahora escribo desde Berlín, ciudad que derrocha historia en cada pared, en cada rincón, en cada graffiti. Alemania parece arrepentida (¡y claro!) y hay recordatorios y monumentos en todos lados, y caminar por estos pagos no es fácil. Se prenden sensaciones al cuerpo y pesa más caminar que de costumbre.
Más allá de todo, también hay salchichas y cerveza y esas cosas lindas y campantes. Y ver el Muro es impresionante. Y el arte callejero es tremendo. Y la gente no es acartonada ni fría ni fea como mi imaginario imaginaba. Mucho más caracúlicos los parisinos.
En fin, así las cosas. Empezando a volver con la cabeza. Qué miedo. Qué cosa. Qué viaje.
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