Cuenta la historia que una hambruna fuertísima, alrededor del año 1750, invadía tierras alemanas. El pueblo sufría de escasez y moría por falta de recursos y alimentos. Su rey entonces, Federico II "El Grande", tuvo una misión fundamental: convencer a los ciudadanos de comer papa. Pero, ¿qué pasaba? La gente se mostraba reticente respecto de este alimento, ya que su nombre no aparecía en la Biblia y además provenía de América. Claro: no sólo era un acto pagano, sino que representaba un golpe narcisista para la humanidad; el mundo ya no era plano sino ovalado y ese producto venía de aquellas nuevas tierras, cargadas de fantasías y desconfianzas. ¿Qué hizo el rey, pues bien? Algo muy simpático. Utilizó el Jardín Real como campo de cultivo de la patata, y puso a todos sus guardias alrededor para cuidar aquel preciado bien. Los ciudadanos, al ver que el Rey ponía tanto empeño y cuidado sobre el tubérculo, empezaron a replantearse la idea de introducirlo en su alimentación. El rey contó además con el apoyo de representantes de la ilustración económica y de religiosos, conocidos como “predicadores del tubérculo” y encargados de difundir entre el pueblo todo conocimiento relativo al cultivo y uso de la patata.
De allí en adelante, la patata pasó a formar parte del pueblo alemán y ahora resulta inseparable de la gastronomía germánica.