Al dormir la siesta
nuestros sueños se contagiaban, saltaban, iban brincando
uno al lado del otro,
de su cabeza a la mía y viceversa,
rotando de escenarios y máscaras,
pasando del blanco al colorado,
pegoteándose con la almohada y el colchón de plumas,
volviendo uno los cuerpos y los miedos,
la oscuridad y la arena rondante.
Mientras dormían la siesta se
contagiaban los ronquidos,
la baba, las picazones, los suspiros.
Las pesadillas no llegaban, pero si lo hacían
se espantaban coquetas entre las sábanas,
compartidas.
Entonces los sueños se contagiaban
al dormir juntos la siesta, y la baba.