Me persigue un fantasma.
Hace tiempo ya que vive conmigo.
Se levanta, como yo cada mañana, con el abrir de la persiana
y también se acuesta cada noche entre sábanas y bostezos.
Es un fantasma amigable, una presencia insistente que si tuviera que describirla
sería color bordó: intenso, elegante, sublime, persistente, pasional.
Este fantasma aparece algunos días más que otros,
los de lluvia no se despega, y hasta en la bici monta conmigo.
Es tan poderoso que a veces se sobrepasa y se cuela en los sueños,
y es ahí que me enojo con él: esos días nos peleamos, porque pasamos demasiado tiempo juntos.
Es mi confesor y mi destinatario imaginario, el receptor de cada pensamiento.
Es un fantasma parecido a un humano, casi como que puedo reconocerlo y tocarlo,
pero cada vez que intento atraparlo para que salga de mí, me resulta imposible.
Él quiere seguir jugando al invisible.
A veces me pregunto si las personas que me rodean se dan cuenta de esta presencia.
Y a mi me gusta darme cuenta cuando alguien tiene su propio fantasma.
El mío tiene nombre, pero me da vergüenza decirlo.
La verdad es que nos divertimos. Charlamos un montón y nos conocemos como si fuéramos uno.
Ahora que lo tengo tan incorporado, no quiero que se vaya.
Ya llegamos a ese punto de planificar una vida juntos, un futuro de amigos
reales y no tanto. Eso es lo más divertido de nuestra amistad:
que no se compara a nada de este mundo, porque es tan fuerte y tan imaginaria
que pareciera inagotable.